Compartimos un nuevo relato que nos ha enviado Gustavo Baccón desde Concordia, donde recuerda a uno de los personajes que marcaron su infancia en Las Moscas.
Por Luis Landriscina, y sólo por él, escuché contar que a los llamados Luis les suelen decir "Lubicho". Es común decirles "Luyi" o "Luiyi", pero "Lubicho"…
Pues bien, en la colonia Las Moscas vivió don Luis Dubied, o mejor dicho "Lubicho". Era un hombre chiquito de estatura, de ojos también chicos e infaltable sombrero de paja y que invariablemente montaba a caballo. Su predisposición por la charla no discriminaba edades; desde muy chico, yo caminando y él a caballo, cuando me cruzaba no faltaba una conversación; que como estábamos, que aquellas vacas que se escaparon, alguna carrera en la cancha de don Polo Mathey Doret, allí nomás en medio del campo, cerquita de mi casa y la de Lubicho; en fin… cosas de esas.
Sin embargo había un tema en el que era extremadamente previsible: el estado del tiempo. Lubicho era una especie de pronosticador zonal, siempre tenía la respuesta… Era una obviedad lo que él respondía, además era siempre lo mismo, pero igual le preguntábamos… y nadie osó reírse, no era motivo de risa, sino ¿para qué preguntábamos?
-Lubicho, ¿qué "vacer" el tiempo…? El acento podía ser inquisidor, suave, aburrido, intenso, entre dientes o a boca de jarro, pero la frase, inamovible…
-Lubicho, ¿qué "vacer" el tiempo…?
-¡"Vandar" y "vandar" hasta que "vallover"! ¡Y no erraba! El clima siempre andaba, hasta que un día llovía….
Lo que sigue seguramente no es cierto, o mejor dicho, es cierto pero no le pasó a Lubicho, pero el fabulario local lo tiene incorporado y antes de que se pierda en la memoria de los tiempos, lo relato como si a mi amigo de la infancia le hubiese sucedido…
Algunas veces, Lubicho hacía changas. Que arriar unas vacas hasta el local de remates en el pueblo, que una yerra o bien hasta hombreaba bolsas de cosecha en épocas de trilla. Es que en esos tiempos el trigo se guardaba en bolsas de arpillera y llevarlas hasta el acoplado o bajarlas de éste a la estiba en el galpón era “hombrearlas”. Creo que el término viene de que se las llevaba en el hombro, pero en mi niñez pensaba que era porque ese trabajo es cosa de hombres… Tan equivocado no estaba. En una de esas changas, cuando a la tarde se paraban las máquinas para tomar una taza de mate cocido con alguna galleta y un trozo de queso, comenzó la discusión:
-Yo sé -dijo Lubicho- que los caseros no trabajan en domingo…
El casero era en realidad el hornero, ese pájaro tan típico de mi Entre Ríos que goza de varios mitos: que no trabaja los domingos, que la puerta de su nido jamás está orientada al sur; como tantos seres que viven en lo profundo de la Selva del Montiel y a los que nadie parece querer otorgarles valor biológico, sino sólo afectivo…
La fortuna quiso que a este comentario lo realizara debajo de un ñandubay que tenía entre sus ramas a un laborioso "furnarius" que iba y venía con su pico cargado de barro para su construcción ¡y el día era precisamente un domingo!, por lo que el cosedor de bolsas del equipo le grita:
-¡Ehhh!!! ¡Lubicho! ¿y ese hornero que está haciendo?
El pícaro ni mira el árbol, otea el horizonte y ve a lo lejos esos copos blancos que conforman las nubes del verano casi todos los días y grita:
-¿No ve que está por llover? ¿Vos no querrías terminar tu casa antes de que llueva?
La suerte económica le fue eternamente esquiva, pero seguramente y como tantos, a él no le importaba demasiado. Cuando el río Gualeguay ensancha sus costas tanto que parece un carancho por volar, sus aguas avanzan sobre los pastos del largo valle de inundación proveyendo a los peces de un manjar difícil de despreciar. Lubicho tuvo un carro playero, esos de dos ruedas grandes que usaban, precisamente, los que se arrimaban a los barcos cuando no había puertos, justamente en la playa. Claro que internado en los bosques montieleros era utilizado con otros fines, pero él supo devolver sus glorias al vehículo.
En una de esas crecidas, cuando la superficie del agua parece crespa de tanta boga en la crecida, mete el carro hasta los ejes en el agua, encarna un anzuelo y comienza la faena. Sabido es que a río revuelto ganancia de pescadores. Los peces, entre hambrientos y un poco confundidos, mordían el anzuelo uno tras otro… y él los cargaba al carro. Esa anécdota, como corresponde a un pescador que se precie, lo acompañó hasta el fin de sus días.
Por cierto, ese último momento le llegó poco a poco… Una tarde veraniega, de esas en que ni los lagartos andan al sol, llega hasta nuestra casa un hijo de Don Luis. Pedía colaboración para llevar a "Lubicho" a Las Moscas al médico. Mi padre me envía en su vieja "rastrojera" y cuando llegamos al rancho sale un hombre viejo y abatido, sostenido del brazo por su mujer y alguna hija, pero él se resistía a ser ayudado, como si las fuerzas lo hubieran abandonado antes que la voluntad. El viaje fue muy tranquilo pero para él, el último. A los pocos días nos enteramos de su muerte y el Montiel se quedó sin uno de sus grandes personajes…
Espero con estas modestas líneas haber impedido un poco ese fatal destino que conduce de a poco al olvido, el temor último al que nos enfrentamos…
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