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Recuerdos de mi escuelita

Lidia Baccón escribe desde Concepción del Uruguay y nos comenta sobre los recuerdos que guarda de su paso por la escuela número 37 "Misia Clementina", ubicada en la colonia de Las Moscas, donde cursó el primer grado en el año 1954, primero superior en 1955, segundo en 1956, tercero en 1957 y cuarto en 1958.

Alumnos de la escuelita[Clickeá sobre la imagen para agrandar]

Nos dice también: "Recuerdo a la maestra y directora de entonces, Sra. Matilde de Segal y a la señorita María Teresa Ruiz Díaz, a mis compañeros Pérez, Larracochea, Pioli, Bournissen, Santa Cruz, Solano, Pereyra, Lavallena, Baccón, Benítez, Mettler, Micheloud, Dubied, Migueles, Collet y algunos más que no recuerdo en este momento. Muchos de ellos iban a caballo y otros caminando desde distintas distancias. En ocasiones, como suele suceder, con frío y lluvia o calores insoportables. Un saludo muy grande para todos ellos."

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Las brujas

Este relato que hoy compartimos forma parte del conocido libro "Los gauchos judíos", escrito por Alberto Gerchunoff y publicado en 1910, a modo de homenaje al primer centenario de la Revolución de Mayo, donde recoge estampas y relatos de la inmigración judía en la Argentina inspirados en sus recuerdos de niñez y adolescencia, y fue la primera gran expresión literaria de la utopía rural americana de los judíos que huían de la opresión zarista.
El de Gerchunoff fue un texto de gran impacto en el siglo XX, al punto tal de convertirse en una exitosa película de la mano del guionista y director Juan José Jusid, en 1975.

El escritor Alberto Gerchunoff
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Alberto Gerchunoff nació en la aldea rusa de Proskurov el 1º de enero de 1883 y falleció en Buenos Aires el 2 de marzo de 1950, a los 67 años, dejando inconclusa una importante obra que como escritor y periodista había emprendido en sus últimos años.
Su familia emigró a la Argentina en 1889 y se instaló primero en la colonia de Moisés Ville, en la provincia de Santa Fe, donde a pocos meses de su llegada, cierta trágica tarde del año 1891 Gerchunoff padre es asesinado sin ningún motivo aparente por un gaucho ebrio. Luego de este luctuoso suceso, se radicó en la colonia Rajil (o Rachel, del grupo de Colonia Clara), actualmente desaparecida, que estaba ubicada a unos pocos kilómetros de Las Moscas. En colonia Rajil pasó su infancia y fue labrador y boyero.
Ya en 1895 se trasladó a Buenos Aires, donde pocos años después comenzaría su actividad de periodista, que ejerció hasta su muerte, especialmente en el tradicional diario La Nación de Buenos Aires y en la revista "Caras y Caretas". Fue también profesor universitario y editor de numerosos diarios y revistas.
De él dijo Jorge Luis Borges:
Fue un indiscutible escritor, pero el estilo de su fama trasciende la de un hombre de letras. Sin proponérselo y quizá sin saberlo, encarnó un tipo más antiguo: el de aquellos maestros que veían en la palabra escrita un mero sucedáneo de la oral, no un objeto sagrado.
Y en el prólogo de la primera edición del libro, el escritor regionalista entrerriano Martiniano Leguizamón saludaba a Gerchunoff como a uno de los escritores de la tierra: tiene el don de desentrañar la oculta belleza de los asuntos más sencillos y familiares.
Es de destacar que hacia el final del cuento que aquí publicamos se hace referencia a Las Moscas.

Las brujas

—¿Si creo en las brujas? —preguntó rabí Abraham—. Hombre, es un asunto serio. —Y el matarife desarrolló un detenido razonamiento para fijar sus opiniones sobre el problema—. Dice el Talmud —añadió en tono doctoral— que dos fuerzas guían el alma de cada persona: el ángel bueno y la mala sombra, que en viejo hebreo se designa con el nombre de Satán. Ahora bien; no es posible negarlo. El Talmud lo dice con claridad. Si existen los ángeles deben existir también demonios, y, en tal caso, éstos se valen de seres impuros para ejercer su comercio.
El tema se suscitó a causa de una noticia que dejara pensativos a los vecinos reunidos aquel sábado en la sinagoga. Parece que rabí Ismael Rudman oyó a medianoche ruidos extraños en el techo. Al principio no les atribuyó importancia.
—Es el viento —pensó.
Pero momentos más tarde, el ruido se dejó oír de nuevo. Entreabrió la ventanita que daba a la quinta y pudo ver que no era el viento, pues la cortinilla de punteado percal no se movía. Mientras tanto, sobre el techo de paja ocurría algo raro. Entonces, rabí Ismael resolvió averiguarlo con exactitud. Encima del alero le fue fácil dominar el techo. Desde allí se veía toda la colonia en la noche temblorosa de claridad, bajo el cielo límpido, iluminado por la luna llena. El ganado, en el potrero, descansaba disperso, y el arroyo era como un tajo blanco. El tajamar elevaba su masa compacta y negra. Nada había sobre el techo, pero el ruido se repitió algunas veces.
—En el techo no hay nada...
Brane, muy alarmada, aconsejó al marido que descendiera enseguida.
—¡Quién sabe! —dijo—. Puede ser que se trate de algo impuro...
Y en voz baja masculló la oración que ahuyenta los fantasmas. Estaba en camisa. Deshecho el pelo lacio, de un rubio como desteñido, caíale por la espalda y varios mechones sombreaban la frente desproporcionada y arrugada. Una racha débil entreabrió la camisa, y sus pechos exhaustos cobraron tonos azulados a la luz de la luna. Un terror vago inundó su espíritu y sintió que un frío agudo estremecía su cuerpo.
—¡Ismael, bájate! —exclamó con acento que no parecía el suyo.
Ismael, hombre poco dado a los miedos nocturnos, algo descreído, experimentó al oír la súplica de Brane un sentimiento de súbito temor, y sin contestar saltó del alero al suelo.
Ya no durmieron en toda la noche. Cerrada la ventanilla y atrancada la puerta, pasaron las horas restantes meditando en el incomprensible suceso. Continuaron los ruidos. Rabí Ismael, a instancias de Brane, buscó el misal y leyó rezos distintos para alejar, con la invocación del nombre sagrado, las influencias malignas. Mas la palabra divina no logró apartarlas. El ruido siguió, y sintieron que un vuelo oscuro rozó por afuera la pared izquierda y el techo se onduló...
Un gallo cantó en el cortijo. La luna palideció y sobrevino quietud profunda. Se durmieron con la aurora y se despertaron muy tarde, de mañana ya.
—Vete a la sinagoga —le dijo la mujer.
—Iré.
Al vestirse, abrió la ventana. La claridad de un día magnífico llenó la habitación. Ismael, al mirar a Brane, vio algo que lo aterró; sus pies vacilaron y apenas pudo llegar hasta la silla, reponiéndose con el aire fresco que entraba. La mitad de la cabeza de su mujer había encanecido...
—¡Es extraordinario! —dijo el matarife.
—¡Es extraordinario! —replicó Kelner.
—Son brujas... —insinuó otro.
—Brujas han de ser no más —asintó un tercero.
Y con este motivo se inició una discusión.
Moisés Hintler consideró que eran cuentos de vieja. Había vivido siempre en los suburbios, en su ciudad natal, en Rusia, y nunca había oído siquiera referir una cosa semejante.
—Dormí una noche entera en medio de un bosque y nada vi —aseguró—. Dormí lo más bien...
—No es una demostración —repuso Kelner—; yo no soy supersticioso, pero...
Y refirió un acontecimiento curioso. Por cierto, no lo presenció. Sin embargo, lo había oído de boca del rabino de Tulchín, y le merecía la mayor fe, pues un hombre tan austero no se entretendría en engañar al prójimo. ¡Por Dios, un rabino...!
—Un día —comenzó— cierta familia de Haisin emprendió viaje a un punto lejano. Hacíase en aquel tiempo el viaje en diligencia y no había seguridad en el camino. Iban temerosos los viajeros, con el puño sobre la escopeta y el alma puesta en Dios. En aquellos años los bandidos asaltaban las granjas y a menudo invadían los pueblos llevándose bienes y doncellas.
De modo que la familia, cuando a escaso trayecto vio nublarse el cielo y en el fondo extenderse la selva como una inmensa mancha, sintió miedo y preguntó al auriga si amenazaba peligro.
El moscovita contestóle:
—Lo hay por todas partes aquí.
Los mozos, que eran tres, aprontaron las armas, el viejo cargó las pistolas y las mujeres empezaron a masticar oraciones. Las nubes no tardaron en tornarse diluvio y la noche cerró, densa y triste. A lo lejos brilló una luz; los viajeros avisaron al auriga y este enderezó hacia el sitio.
—Debe ser una taberna —dijo.
—Taberna parece —repuso el anciano, tratando de dar a su voz entonación firme y tranquila. Llegaron pronto; el tabernero no respondía.
—Hay luz y no contestan —opinó el auriga— Yo no entro.
—Es que llueve y no oyen —contestó uno de los mozos.
Al fin de tanto llamar, alguien asomó por la ventana.
—¡Eh! ¿Cuántos son?
—Ocho somos —dijo uno de ellos.
—Siete, porque yo no entro —gritó el auriga.
Y entraron. Casa sórdida era la tal taberna. Velones de sebo alumbraban las rajadas paredes, sucias de hollín, que terminaban bajo travesaños de vigas de las cuales colgaban gruesas cuerdas.
Al disminuir el estrépito de la lluvia, almas y cuerpos se helaron de miedo, pues pareció a los huéspedes oír un llanto que venía como de un sótano. Los hombres se miraron.
El menor de los muchachos interrogó al padre:
—¿Será tal vez la hostería de los Tártaros?
—Tal vez...
Siguió un gran silencio. Era aquélla una cueva famosa donde secuestraban viajeros y pedían después su rescate en la ciudad. Así lo supieron al darse cuenta de que las puertas y ventanas estaban protegidas, del lado de afuera, con anchas barras de hierro.
El anciano era prudente. Vio cerca la muerte, y pensó que nada ayudaría pelear y gemir.
—Recemos —dijo— las oraciones necesarias e invoquemos a nuestros antepasados.
Arreciaba la lluvia. El huracán hacía crujir las pesadas vigas del techo y el trueno parecía meterse dentro de la misma casa.
Pasaron horas.
Una vez, al mirar una ventana redonda, vieron en ella la cara terrible del que les abriera la puerta, y luego oyeron el chirrido con que afilaban un cuchillo.
Todos rezaban en voz baja, golpeándose el pecho.
—Dios nos dará su ayuda —afirmó el viejo.
—Dios nos oiga —contestó la mujer—. Pondré velas finas todo el año ante el santuario de la sinagoga.
En esto resonó la aldaba del portón.
—Viene gente.
—Serán bandidos...
—No digas agorerías, mujer, que son nuestros salvadores.
Los tártaros no quisieron abrir. Nuevos golpes de aldaba sonaron y nuevos truenos llenaron de terror la taberna.
Por último cedió el portón y entraron muchas personas.
—Por aquí —indicó con tono rudo el tabernero—; por aquí, que esta habitación está cerrada.
Los recién llegados sacaron la cadena de la puerta y, sin oír al guía, penetraron. Eran muchos hombres y mujeres que vestían trajes de fiesta, como señores.
El viejo se dirigió a ellos:
—Doy gracias a Dios que escuchó nuestras plegarias.
—No venís mojados y afuera llueve —observó una hija suya.
—No lo extrañes, hija mía —contestó aquél.
Uno de los viajeros era manco. Acercóse a la puerta y golpeó, llamando al dueño, que vino en seguida.
—Tráenos de beber y comer; que sea buena carne y buen vino.
—Están vacíos los sótanos —repuso el otro.
—Yo iré contigo.
Y se fue tras él. Pocos minutos después vino el manco con cautivos. Todos se pusieron alegres y todos rieron y cantaron. Afuera amainó el huracán y apareció la luna.
Entonces salieron en el carro; partieron rumbo a la ciudad de Haisin; en luciente cortejo les seguían los salvadores; y cuando el alba iluminó el camino los misteriosos viajeros se habían desvanecido en la niebla y la taberna de los Tártaros ardía en altas llamas...
Y Kelner terminó:
—El rabino de Tulchín, hombre docto y verídico, me dijo una vez, refiriéndose al suceso:
—Eran los antepasados de aquella familia, invocados por las oraciones del viejo, quien vino después a preguntarme sobre la forma en que debía agradecer la salvación.
—¿Y la historia de la cruz de Las Moscas? —interrogó Jacobo.
Era ésta una antigua historia. Un día, cierto vecino de Carmel necesitó ver a don Estanislao Benítez. Al pasar por Rajil, preguntó al peón del alcalde las señas para llegar a casa del estanciero.
—Mire, don —le dijo el paisano—; usted va derechito y toma por la izquierda al doblar el tajamar; después sigue nomás y verá una cruz; toma por la derecha, y media legua adelante vive don Estanislao.
El colono hizo el viaje según las señas del peón; vio la cruz y llegó.
Otro, en cambio, a quien éste repitiera las indicaciones, se extravió. Volviendo, de noche ya, le dijo que no encontró cruz alguna.
Al día siguiente fueron los dos. Al llegar al punto, le mostró, señalando a medio kilómetro. —¿No ve allí la cruz?
—No veo...
—Pero allí, hombre, entre los cardales...
Volvió a mirar, hasta que por fin pudo decir:
—Sí, allí está.
El hecho se repitió con muchos colonos.
Cuando lo supo don Estanislao fue a dicho sitio —era el más antiguo del pago— y comprobó que la cruz nunca había estado allí.
—No puede ser —afirmó el peón—. Hace diez años —agregó— que paso por allí.
Fue una vez más y declaró que "alguien la había sacado".
La mujer del boyero, informada del extraño acontecimiento, lo comentó de este modo:
—¿La cruz del camino de Las Moscas? La ponen y la quitan las brujas. Yo misma lo he visto...
Desde aquel día muchos temían pasar por aquellas cercanías; y otros vieron a las brujas.
Ellas sustrajeron —claro está— la coyunda en casa del alcalde y unas ropas en casa de Hintler. La huella de los seres impuros se advertía a menudo y lo ocurrido con los Rudman lo demostraba.
Algunos se reían:
—Era lo único que nos faltaba para ser todo un pueblo. Hasta brujas tenemos que roban coyundas y ropa...
Pero el caso de Rudman era grave. Terminadas las oraciones, los judíos se dirigieron a su casa. Desde lejos examinaron el techo de la casuca mísera. Primero entró rabí Israel con el matarife, y al acercarse al rincón en que estaba la cama, lanzaron un grito. Brane yacía muerta en el suelo, retorcida la boca en una mueca espantosa...

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