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Días de clase en las colonias judías

En su edición de hoy, domingo 30 de Mayo, "El Diario" de Paraná publica en su suplemento dominical un artículo escrito por Jorge Riani y titulado "Las escuelas idisch que edificaron la Argentina en el medio de la nada", sobre los colegios judíos, ya que entre 1908 y 1912 se abrieron 43 establecimientos educativos para colonos.

DÍAS DE CLASE EN LA COLONIA. Salomón Magrán nació en Colonia Curbelo, en 1918, y vivió su infancia en Las Moscas. Así narró sus días de escuela en la colonia:
La juventud en el campo era muy activa y no sólo en los trabajos agrícolas, ganaderos y avícolas. También culturalmente se cultivaban.
En todos los lugares había escuelas, las dos escuelas: idisch y castellana. Había una biblioteca y las salidas eran los sábados a la tarde, que no trabajábamos. Nos juntábamos en la biblioteca. Para ir a la escuela tenía que recorrer tres kilómetros a caballo. En mi familia había músicos y mi papá creyó que yo podía ser uno de ellos. Me compró un violín. Yo salía de mañana, de un lado llevaba una bolsita de comida; la clásica bolsita de comida, la clásica botellita de leche, la cartera con los útiles de escuela castellana, el violín. Esta escuela estaba en el límite que dividía Las Moscas de colonia Rosh Piná. Salía a las siete de la mañana de mi casa y hasta las doce estaba en la escuela castellana y después iba hasta las cinco de la tarde a la escuela idisch. Teníamos una hora para comer. Llevábamos carne, arenques, borsch, jalá.

LOGROS. Los establecimientos para hijos de colonos judíos contribuyeron a la formación de la nacionalidad argentina y la integración del inmigrante al nuevo medio. En las escuelas judías se hacía especial hincapié en la educación del idioma castellano. Pero por la tarde las clases se dictaban en idisch, para asegurar la asimilación de los conocimientos.
El extraordinario proyecto normalista que iluminó a buena parte del continente desde Paraná hallaba, en ocasiones, dificultades por la falta de infraestructura estatal. Fue entonces cuando las escuelas de la Jewish Colonization Association cumplieron un rol fundamental. Llevaron educación a las alejadas y precarias colonias y contribuyeron a hacer posible la integración de los inmigrantes.
La argentinidad era ya una construcción con fuertes valores inspirados desde el Estado. Italianos, catalanes, suizos, rusos-alemanes se fueron haciendo argentinos al tiempo que la tierra hostil se convertía en vergel productivo y rico.
Y ese proceso se vivió también con los judíos rusos que, en su caso, aportaron además un modo de socialización que llevaba producción, solidaridad y ciudadanía donde antes sólo había pasto rebelde.
En efecto, esas colonias judías entrerrianas germinaron las experiencias asociativistas que luego habrían de florecer en todo el país: el cooperativismo agrario, con sustento en la solidaridad y la responsabilidad social. De allí también salieron intelectuales notables que se destacaron en las letras, el periodismo, el teatro. Obreros y profesionales que forjaron la provincia donde la maleza, hasta entonces, no dejaba lugar a nada.
Pero no fueron pocos los inconvenientes para adaptarse a un medio caracterizado por costumbres e idioma tan diferentes al de sus orígenes. Cada comunidad tuvo sus obstáculos particulares, a los que se sumaron las ya difíciles circunstancias que implica la inmigración.
En el caso de los inmigrantes judíos la situación no fue de las más fáciles. La brutal persecución a la que fueron sometidos en la Rusia zarista los habitantes de origen hebreo determinó la urgencia por el arribo a estas tierras.

MEDIOS. La Jewish Colonization Association (JCA) fue una entidad filantrópica creada el 24 de agosto de 1891 por el barón Mauricio de Hirsch. El objetivo de su accionar era contribuir a que los países dispuestos a recibir a los judíos perseguidos en Rusia, puedan hacerlo en las mejores condiciones.
"Facilitar la emigración de los israelitas de los países de Europa y Asia donde ellos son deprimidos por leyes restrictivas especiales y donde están privados de los derechos políticos, hacia otras regiones del mundo donde pueden gozar de éstos y los demás derechos inherentes al hombre". Así declamaba sus objetivos la JCA. Fue una empresa difícil, pese a la voluntad decidida. "La transferencia organizada implicaba enormes inconvenientes que no fueron oportunamente calculados, como el apuro por emigrar a estas tierras, la falta de dinero de los inmigrantes, la escasez de sus conocimientos agrícolas, entre otros", expresó la periodista Mónica Salomón, en un artículo publicado en la revista "Todo es Historia".
Los datos certifican esa realidad. Sólo 3.444 personas se pudieron recibir en la Argentina, a pesar de los esfuerzos de la JCA entre los años 1891 y 1894. Un año más tarde, la totalidad de colonos que ingresaron a Entre Ríos con el apoyo de la Jewish Colonization era de 1.834 para trabajar 231.334 hectáreas.
Uno de los principales escollos era la falta de infraestructura. Estaba sí extendido el ferrocarril, por impulso, entre otros, aunque especialmente, de la gestión del gobernador Eduardo Racedo. Pero faltaban escuelas y sobraban dificultades.
La situación obligó a la JCA a incorporar un artículo al estatuto de funcionamiento y objetivos. "Para cada grupo de cien familias crear una escuela, una cooperativa, un servicio sanitario, un templo, un centro cultural y disponer de un asesor administrativo, técnico y agronómico", inscribió entre los planes a desarrollar.
La legislación y el amparo constitucional en materia educativa constituían una fortaleza, aunque no más que teórica en aquellos lugares donde el Estado todavía no llegaba.

TESTIMONIOS. "La JCA se vio obligada a tomar cartas en el tema e instalar escuelas comunes para los hijos de los colonos, además de establecimientos que enseñaran idisch, hebreo, tradiciones y costumbres judaicas", escribió en su investigación Mónica Salomón.
En entrevistas y voces del Archivo de la Palabra del Centro "Marc Turkow" se atesoran vivencias de quienes pasaron por las aulas de esas solitarias escuelas. "La Jewish hizo las escuelas porque no había. Había una en cada colonia. Éramos cuatro colonos, hizo aquí la escuela y los que vivían más lejos, a tres kilómetros venían a caballo o a pie", testimonió un colono de Lucienville.
Hacia 1908 había en las colonias de la Jewish 3.400 niños en edad de asistir a clases que encontraban su educación escolar en tres establecimientos públicos y veintitrés privados. La demanda que se canalizaba por las escuelas privadas queda evidenciada en un dato certero: a los establecimientos provinciales acudían 180 alumnos, mientras que a los de la JCA, 1.450 niños. Pero había 1.770 que quedan, ese año, marginados de la escolarización.
La red de escuelas judías se distribuía del siguiente modo: doce en Villaguay, ocho en Uruguay, dos en Colón y una en Gualeguaychú. En total, con el correr de los años se crearon 43 escuelas laicas sostenidas por la JCA y por un aporte anual de 30 pesos por cada colono, según reveló Salomón recopilando datos de la prensa regional.

CONTENIDOS. El idioma constituyó un serio obstáculo para el proceso educativo en una comunidad que hablaba en ruso o idisch. Idioma Nacional fue, entonces, una de las materias pilares que incluyeron los planes de estudios.
En un mismo edificio se impartían, a doble turno, clases en castellano y en idisch. "A medida que los colonos fueron contratando peones, los hijos criollos concurrían a los mismos establecimientos. Y si lo común hubiera sido que lo hicieran en un solo turno, los niños se quedaban toda la jornada y aprendían también el idisch. Por este motivo, aún hoy, en los pueblos cercanos a lo que fueron las colonias, es posible encontrar personas no judías que hablaban idisch", escribió Todo es Historia.
En la enorme tarea de sembrar escuelas, nada menos que en la provincia que fue cuna del normalismo, pero que chocaba con la realidad de arcas estatales perimidas, la JCA propició el arribo de docentes y para eso se dirigió a la Alianza Israelita Universal de París. El plan contemplaba convocar a docentes egresados de la Escuela Normal de París, que sean de origen sefaradí de modo que pudieran comprender el castellano. En verdad, los sefaradíes hablaban ladino –el mismo que se habla también en Grecia– que es muy similar al español. De ese modo se superó un serio obstáculo y se garantizó la extensión educativa entre las colonias judías de Entre Ríos.

SIGNIFICACIÓN. Las escuelas de la JCA pasaron a integrar la red de establecimientos oficiales, cedidas al Consejo Nacional de Educación, en 1920.
"Cumplieron una importante función. Podemos pensar entonces que estas escuelas complementarias, donde se impartía, por un lado, formación laica elemental y, por el otro, educación judaica, buscaban concretar dos de los componentes de la nueva identidad en gestación: la preservación de la continuidad judía tradicional y el sentimiento de arraigo al nuevo territorio", evaluaron María Elena Avellaneda y Carina Alejandra Cassanello, dos investigadoras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. "Las escuelas desempeñaron un rol importantísimo en el proceso de integración de las comunidades judías que arribaron a la Argentina, a la sociedad receptora nacional. Dentro del sistema educativo nacional, las escuelas oficiales, en general, y las judías, en particular, desarrollaron un papel socializador central que fue el cimiento del proceso de integración de los colonos al país". A esa conclusión arriban los docentes mencionados en su trabajo titulado "Las escuelas judías en las escuelas agrícolas. El nuevo sujeto educativo inmigrante".
En la provincia que iluminó a buena parte de la América con su experiencia normalista, los colonos judíos aportaron una experiencia propia que permitió llegar con la educación allí donde antes habitaba solo una intención. Eso, exactamente eso, fue hacer la Argentina.

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El sueño de la Tierra Prometida

Guido Maisuls es un ciudadano israelí, nacido y educado en la Argentina, que publica un blog llamado "Cartas desde Israel" en su lengua madre, el español, desde la ciudad de Kiriat Bialik, en el norte de Israel. Su abuela paterna, Sara Tevelez de Maisuls, nació en la zona rural de Las Moscas pero luego de su casamiento con José Maisuls se instalaron en la colonia Walter Moss, hoy departamento San Salvador. Esa es la pareja a que se refiere, precisamente, el artículo "El sueño de la Tierra Prometida" que hoy queremos compartir:

Hoy reflexiono nuevamente sobre los gauchos judíos, pero esta vez me refiero a esos míticos colonos judíos de los campos argentinos y lo hago desde la experiencia real y concreta de una pareja, de un Adán y de una Eva originales y peculiares que buscaron en esas verdes llanuras, el sueño de un nuevo hogar, del lugar donde era posible comenzar una vida nueva, de una visión realizadora en su nueva tierra prometida.
Transcurría la década del 1910 en esas vírgenes y bravías tierras de la verde Entre Ríos, en esa joven República Argentina. Nacía la colonia judía de Walter Moss, a quince kilómetros al noroeste del pueblo de General Campos. Creada por la Jewish Colonization Asociation en la misma época que se fundó la colonia Curbelo. Ambas abarcaban 12.826 hectáreas, trabajadas por inmigrantes judíos provenientes del Imperio Ruso. Para fines de la década de 1930 la población era de 86 colonos dedicados a la agricultura y con lotes cada uno de entre 150 y 240 hectáreas.
Una pareja de recién casados formaban su nuevo hogar: José de 20 años, nacido en la ciudad de Minsk, hoy Bielorrusia, y llegado al país a los diez años y Sara de 18 años nacida en la colonia judía de Las Moscas en la misma Entre Ríos.
Comenzaron a construir su vivienda con los materiales entregados por la J.C.A. Recibieron de la empresa chapas de zinc, tirantes de madera, clavos y tablones. Era necesario perforar un pozo para el agua y levantar el galpón y los corrales para los animales. Era una tarea dura para esa frágil y joven muchacha de ojos verdes que entregaba todo de sí, con fuerza y entusiasmo a la par de su joven esposo. Una vivienda modesta pero cómoda, siempre construida de material; nunca quisieron vivir en ranchos de barro y paja, que eran tan abundantes en los campos entrerrianos. Retazos de madera sirvieron como material para las sillas, las mesas, los armarios y los roperos. El nuevo hogar se levantó colocando ladrillos asentados en barro, en esfuerzo, en sueños y en esperanzas.
Ellos eran el fruto joven de esta inmigración -se habían formado en esta nueva tierra-, su castellano era perfecto aunque el ídish materno y milenario era su lengua íntima y familiar. Ya no pertenecían a esa vieja Europa donde la situación en la que vivían los judíos en la Rusia de los zares había llegado al límite de lo insoportable, hacinados en aldeas donde la miseria y el desamparo imperaban entre las viejas casuchas y las estrechas callejuelas del ghetto. Los sueños con poder trabajar su propia tierra eran visiones imposibles pues las leyes imperiales prohibían a los judíos la compra de tierras, y a esto se agregaban las penurias de los brutales y horrorosos exterminios en masa llamados "pogrom".
Querían conquistar esa negra y fértil tierra, crear un hogar para los hijos que vendrían y que se irían incorporando poco a poco a esa nueva identidad donde se fundían su ancestral tradición judía con el mate, el asado, las alpargatas, la bandera azul y blanca, los nueve de julio y la actividad productiva de la granja, la industria quesera y lechera, la cría de ganado y los cultivos agrícolas. Recuperar para ellos y su descendencia la libertad, la dignidad y la autorrealización que durante tantos siglos de destierro y sufrimientos no gozaban.
La vida deparaba hermosos momentos de felicidad pero también tuvieron que luchar contra escollos muy difíciles de sortear, que requerían un temple de dureza como esa madera dura del ñandubay que abundaba en los montes, solo apta para gente valiente e idealista como ellos. Estos incansables colonos cada tanto se dirigían al pueblo llevando el fruto de sus esfuerzos, huevos, gallinas, frutas, hortalizas y la cosecha para la venta, lo hacían con optimismo y esperanzados en obtener una gratificación monetaria adecuada a tantos sacrificios pero la realidad muchas veces les deparaba la desilusión de caer en el engranaje de los inescrupulosos mercaderes de aquellas épocas.
Otros de los grandes obstáculos que se interponían con sus anhelos de progreso eran el factor climático con sus devastadoras sequías que duraban a veces largos meses y dejaban a los animales sin su natural alimento o a los cultivos sin el agua necesaria para prosperar, las épocas de grandes lluvias que convertían los llanos y bajos campos entrerrianos en grandes lagos temporarios, el granizo que destruía despiadadamente con su frío y duro poder los huertos y las cosechas.
El devastador castigo que venia del cielo y que azotaba a los campos destruyéndolos en pocas horas cuando el cielo de la colonia se oscurecía, como una gran tormenta de nubes negras, era la tan temida plaga de langostas que devoraba inexorablemente todo aquello que fuese vegetal, convirtiendo violentamente lo verde en gris, desapareciendo como por arte de magia los cultivos y las pasturas, convirtiendo en pocos minutos en desierto al Edén.

Épocas en que la atención de la salud era una verdadera epopeya, los médicos y los hospitales eran pocos y estaban muy lejanos, a veces a cientos de kilómetros, los caminos de tierra negra se convertían en los lluviosos inviernos en verdaderos lodazales intransitables o en los ardientes veranos en largos y polvorientos trayectos a recorrer con carros o sulkys tirados por caballos. Largas travesías acompañadas de la angustia y el dolor de aquellos que perdían ese don tan preciado, la salud. Así Sara se convierte por tradición familiar y por la vocación de ayudar al prójimo en la partera improvisada y salvadora de muchas mujeres de colonos y de criollos que parían sus hijos al amparo de Dios y de la partera, en su casa, sin médicos ni medicamentos, sólo con agua hervida y sábanas escrupulosamente blancas y limpias.
La jornada de trabajo comenzaba muy temprano, se levantaban inexorablemente a las cuatro de la mañana, en las blancas y heladas madrugadas invernales o en los cálidos y perfumados amaneceres estivales. José a preparar los caballos y los enseres que tiraban el arado para preparar la tierra fértil y virginal que daría como fruto esa dulce y dorada cosecha regada con largas horas de esfuerzo, sudor y perseverancia. También a instalar o a reparar los molinos de viento que extraían el agua pura y fresca de los grandes ríos subterráneos que corren como venas cristalinas en las entrañas de la tierra; era el único especialista en molinos en esos pasajes rurales. Sara a amasar y a hornear en la negra cocina a leña, el blanco y tierno pan que los alimentaría física y espiritualmente a ellos y a sus futuros descendientes y a ordeñar sus vacas que esperaban ansiosas, separadas de sus terneros, para darle esa blanca y tibia leche que debía estar lista dentro de su reluciente recipiente metálico y que era retirado inexorablemente a las ocho de la mañana por los empleados de la cremería cercana para ser convertido en queso y crema destinada a las gentes de las incipientes ciudades argentinas.
Pasaron los años, la familia creció natural y espontáneamente como el trigo del campo, vinieron los hijos y con ellos grandes vientos de cambios que los llevaron a otros paisajes, a otros oficios, a otras realidades pero hubo algo que nunca se modificó a través de los tiempos y que fue el gran legado de José y Sara a sus descendientes.
Yo soy un orgulloso descendiente de José y Sara Maisuls y heredero natural de ese preciado legado: El sueño de la Tierra Prometida

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