Samuel Eichelbaum, hijo de inmigrantes judíos rusos, nació en la localidad entrerriana de Domínguez el 14 de noviembre de 1894 y falleció en Buenos Aires el 4 de mayo de 1967. Fue considerado el más importante dramaturgo argentino de su tiempo. Su obra teatral llena medio siglo de la historia argentina y su prestigio excede las fronteras del idioma.
Publicó tres libros de narraciones: Un monstruo en libertad (1925), Tormenta de Dios (1929) y El viajero inmóvil (1933, reeditado en forma ampliada en 1968 y al que pertenece el cuento aquí reproducido).
Eichelbaum es más conocido por el gran público por su cuantiosa obra teatral, donde sobresale Un guapo del 900, que incluso tuvo una adaptación cinematográfica. Del resto de su repertorio pueden citarse, por orden de aparición: Las aguas del mundo, Cuando tengas un hijo, La cáscara de nuez, El camino del fuego, El cuervo sobre el imperio, Divorcio nupcial, Dos brasas, Gabriel el olvidado, La hermana terca, Un hogar, El judío Aarón, La mala sed, Nadie la conoció nunca, Pájaro de barro, Soledad de tu nombre, Un tal Servando Gómez, Vergüenza de querer y otra larga docena de títulos, superando la treintena su producción teatral.
El relato que hoy publicamos se llama "Una buena cosecha" y dice así:
Llevaba ya cuatro años trabajando las ochenta hectáreas de la chacra que le dieran a llegar a la Argentina, procedente de Rusia. La colonia Rosh Piná, de Entre Ríos, era la más alegre de cuantas allí se constituyeron, pero esta circunstancia no influyó para nada en su vieja aversión a las tareas rurales.
Cuando se embarcó con destino a estas tierras, dijo aceptar las faenas del campo con el exclusivo propósito de llegar a América y poder luego dedicarse a su oficio.
En ningún momento se resignó a la idea de arar la tierra. No se sentía suficientemente apto para ello ni creía que el campo fuese ambiente propicio a su espíritu. En el viaje, a causa de algunos hechos advenidos en forma imprevista y que se relacionaban con el primer acontecimiento sentimental de su vida, hubo de renunciar transitoriamente a su anhelo de radicarse en la ciudad y dedicar sus energías a la mecánica, que era su oficio y al que amaba como se ama una labor del espíritu. Fue el suyo un viaje tan lleno de episodios trágicos, que había agotado totalmente su voluntad. Al llegar al puerto de Buenos Aires, ya no le quedaban esperanzas, ni propósitos, ni decisión. Se sintió dócil a las sugestiones de su mujer, la cual nunca osó discrepar con la madre.
De esta manera, Bernardo Drugova resultó ser, con grande y explicable sorpresa por parte de la suegra, un yerno de carácter blando y sumiso, sin que él lo sospechara. Al no oponerse a los deseos de su mujer, obedecía indirectamente a aquella, ya que la suegra ejercía sobre su hija un influjo terminante. Tomó posesión de su chacra con una indiferencia que contrastó visiblemente con el regocijo que este acontecimiento determinó entre los demás colonizadores de la misma inmigración. Los trabajos del campo le eran totalmente desconocidos; pero como estaba dotado de una extraordinaria capacidad asimiladora para toda tarea manual, muy pronto se convirtió en uno de los chacareros más expertos del lugar. No obstante ello, Drugova odiaba la tierra. Cuando su mujer le dio su primer hijo, reapareció en él con mayor intensidad que nunca, su anhelo de vivir en la ciudad. Expresó a su esposa y a su suegra ese deseo, varias veces, y en cada ocasión halló en la anciana una hostilidad agresiva. Su mujer no se oponía precisamente, pero tampoco compartía los deseos de su marido. Su actitud era de prescindencia, más por temor a las iras de su madre que por conservar el bienestar de que pudiese disfrutar donde se hallaba. Drugova dejóse estar nuevamente. No quería ser el causante del sufrimiento de su suegra, cuya penosa ancianidad, por una parte, y cuyo carácter quejumbroso, por otra, imponíanle un cómodo respeto. No creía que el dolor que el traslado de la hija a Buenos Aires pudiese proporcionar a la madre llegara a tener la importancia de un factor decisivo sino en la vitalidad de esta última, según madre e hija afirmaban, en sospechosa coincidencia. Sin embargo -pensó algunas veces-, ya que ambas lo aseguran, conviene no ser demasiado suspicaz, y admitirlo. De esta suerte, Drugova se persuadía a sí mismo, y callaba. Por lo demás, la anciana mujer sabía argumentar con habilidad cuando se trataba de desbaratar los planes de su yerno:
-Aquí tienes tu pan y tu techo -solía decir-. Pan ganado con nobleza y techo honrado. No tienes razón alguna para rechazar ese destino, que has aceptado al embarcar. ¿Qué irías a hacer a la ciudad? ¿A ocuparte de tu oficio? Hay en toda la ciudad millares de hombres más hábiles que tú, en tu propio oficio.
-Es preciso pensar en el niño -atrevíase a argüir él-. Habrá que darle una educación cuidadosa. No quiero que sea un obrero como yo, ignorante como yo.
-Edúcalo en la honradez y en el bien, que son las dos únicas cosas que importan. Que aprenda a arar y a sembrar la tierra y será honrado y bueno. ¿Piensas, acaso, que sea sacerdote? Sería pecado de vanidad pretenderlo; pecado tan grande como si aspiraras a hacer de él un sabio. Aspirar a grandes honores es un orgullo impropio de pobres. Mi cariño de abuela es tan grande como el tuyo de padre, pero el mío es también sensato y humilde. No necesita de grandezas que lo nutran. En esto parece diferenciarse del tuyo. Nada exijo de mi nieto para quererlo.
Las pláticas concluían, invariablemente, gracias al discreto silencio que observaba Bernardo, quien, en no pocas oportunidades, tuvo el propósito de imponer su voluntad violentamente, en una explosión de energía, pero siempre lograba dominarse.
Hacia ya mucho tiempo, quizás un año, que Drugova no hablaba de su deseo de trasladarse a Buenos Aires. Para su mujer y su suegra resultaba evidente que había abandonado esa idea, suposición que les era dos veces grata: por el renunciamiento en sí que ello implicaba y por el triunfo que involucraba para ellas.
Bernardo trabajaba con una voluntad que permitía creer que mediaba en su actitud una completa adaptación al ambiente. La cosecha presentábase, además, tan grávida de riqueza, que completaba el bienestar reinante en la chacra de Drugova, en cuyo campo tres enormes parvas, dos de trigo y una de avena, se alzaban como cerros de oro. El pequeño, entre tanto, había crecido fuerte y bello. En sus grandes ojos el color habíase fijado definitivamente, y sea ello exacto o no, lo cierto es que parecía mirar el campo con atávica indiferencia, tal como si su progenitor le hubiese trasmitido su extraviado odio a la tierra.
En Rosh Piná, algunos vecinos había ya cerrado trato para la venta de su cosecha. Drugova no lo había hecho aún. Su mujer, en varias ocasiones, le sugirió la conveniencia de apurar la trilla, temerosa de que los precios sufrieran, de pronto, según solía acontecer, una fuerte baja.
-No digo que te apresures a venderla, pero sí creo que deberías tener la cosecha lista. Puede presentársete una oferta realmente ventajosa, a condición de la entrega inmediata, y te verías obligado a rechazarla, perjudicándote.
A tales observaciones, de ejemplar sensatez, Bernardo, hombre de pocas palabras, daba la callada por respuesta, comunicando así la sensación de haber acatado el consejo que de ellas se desprendía.
Una madrugada, muy lejana el alba todavía, Drugova despertó. Miró a su alrededor, seguramente en busca de alguna filtración de luz que le permitiese adivinar la hora, y como encontrará todo oscuro en torno suyo, decidió levantarse. Previamente, observó a su mujer, que dormía su natural sueño pesado, extendidos los musculosos y morenos brazos, desecha la cabellera tupida y abundante. Dos minutos más tarde observaba pensativo, desde la puerta de su pequeño galpón de biznagas, el cielo, de un azul tenue y lechoso, anunciador de buen tiempo. Una luna llena pura, tímida y transparente, lo decoraba todo. Lentamente se encaminó hacia el campo. Los perros de la chacra vieron a su amo, que se empeñó inútilmente en no dejarse acompañar, y le siguieron. Drugova llegó hasta la primera parva de trigo, magnífica, inamovible, como una casa de fuertes y profundos cimientos; pasó su mano áspera por algunas gavillas, como si quisiera acariciarlas, y sintió la suave y placentera humedad del rocío. Luego, casi sin que mediara un solo pensamiento, extrajo de uno de los bolsillos del pantalón una caja de fósforos, encendió uno y lo introdujo todo lo que pudo dentro de la parva, que pareció estremecerse ante el peligro de la insignificante llamita. Cuando el hombre comprobó que su propósito no se frustraría, dirigió sus pasos hacia la otra, distante apenas unos cincuenta metros de la anterior, y repitió la operación. Concluida ésta advirtió que de la primera parva desprendíase un humo negruzco y denso, que se dilataba en el espacio, para desaparecer totalmente a los pocos metros.
Bernardo emprendió el regreso con la mayor premura. Sigilosamente se quitó la ropa y volvió a acostarse. Habría transcurrido media hora cuando oyó "torear" a los perros, e inmediatamente unos golpecitos en uno de los postigos de la ventana. Era Rogelio, un peón criollo de la chacra colindante, que divisó el fuego y se vino de un galope a dar el aviso.
-¡Don Bernardo, se le queman las parvas! ¡Le han prendido fuego a las parvas!
La esposa de Drugova se incorporó sobresaltada.
-Bernardo, te avisan que se han incendiado nuestra parvas.
-Ya he oído- respondió en un tono seco, de violencia contenida, y comenzó a vestirse, en tanto que su mujer ya había saltado de la cama, no sin agradecer antes a Rogelio.
Al salir al patio todo estaba perdido. Ambas parvas habíanse convertido en dos llamas, sin atractivo siquiera, pues el espectáculo del alba, que ya se iniciaba, restó toda importancia decorativa al fuego. La mujer observaba la voracidad de las llamas en tanto que sus ojos se anegaban en llanto. Así que apareció Bernardo, su esposa dijo, en forma apenas perceptible:
-¡Hasta que llegues allí con agua, ya no quedará ni un grano!
Por el lado de la tranquera, a la izquierda, se recortó la figura escuálida del buen peón.
-Parece que hace rato que arde. Yo lo vi recién. Monté en pelo y me vine de un galope.
Y después de un silencio agregó:
-¿Cómo habrá sido, digo yo?
En su media lengua, Drugova logró expresar que eso no podía ser obra de la casualidad sino de una intención. Rogelio comentó:
-¿Habrá cristianos tan atravesaos?
Un mes después, con lo que rindió la avena -fue la única parva que se "salvó" del siniestro-, Drugova, su esposa, la suegra y el hijito se trasladaban a Buenos Aires.
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Publicó tres libros de narraciones: Un monstruo en libertad (1925), Tormenta de Dios (1929) y El viajero inmóvil (1933, reeditado en forma ampliada en 1968 y al que pertenece el cuento aquí reproducido).
Eichelbaum es más conocido por el gran público por su cuantiosa obra teatral, donde sobresale Un guapo del 900, que incluso tuvo una adaptación cinematográfica. Del resto de su repertorio pueden citarse, por orden de aparición: Las aguas del mundo, Cuando tengas un hijo, La cáscara de nuez, El camino del fuego, El cuervo sobre el imperio, Divorcio nupcial, Dos brasas, Gabriel el olvidado, La hermana terca, Un hogar, El judío Aarón, La mala sed, Nadie la conoció nunca, Pájaro de barro, Soledad de tu nombre, Un tal Servando Gómez, Vergüenza de querer y otra larga docena de títulos, superando la treintena su producción teatral.
El relato que hoy publicamos se llama "Una buena cosecha" y dice así:
Llevaba ya cuatro años trabajando las ochenta hectáreas de la chacra que le dieran a llegar a la Argentina, procedente de Rusia. La colonia Rosh Piná, de Entre Ríos, era la más alegre de cuantas allí se constituyeron, pero esta circunstancia no influyó para nada en su vieja aversión a las tareas rurales.
Cuando se embarcó con destino a estas tierras, dijo aceptar las faenas del campo con el exclusivo propósito de llegar a América y poder luego dedicarse a su oficio.
En ningún momento se resignó a la idea de arar la tierra. No se sentía suficientemente apto para ello ni creía que el campo fuese ambiente propicio a su espíritu. En el viaje, a causa de algunos hechos advenidos en forma imprevista y que se relacionaban con el primer acontecimiento sentimental de su vida, hubo de renunciar transitoriamente a su anhelo de radicarse en la ciudad y dedicar sus energías a la mecánica, que era su oficio y al que amaba como se ama una labor del espíritu. Fue el suyo un viaje tan lleno de episodios trágicos, que había agotado totalmente su voluntad. Al llegar al puerto de Buenos Aires, ya no le quedaban esperanzas, ni propósitos, ni decisión. Se sintió dócil a las sugestiones de su mujer, la cual nunca osó discrepar con la madre.
De esta manera, Bernardo Drugova resultó ser, con grande y explicable sorpresa por parte de la suegra, un yerno de carácter blando y sumiso, sin que él lo sospechara. Al no oponerse a los deseos de su mujer, obedecía indirectamente a aquella, ya que la suegra ejercía sobre su hija un influjo terminante. Tomó posesión de su chacra con una indiferencia que contrastó visiblemente con el regocijo que este acontecimiento determinó entre los demás colonizadores de la misma inmigración. Los trabajos del campo le eran totalmente desconocidos; pero como estaba dotado de una extraordinaria capacidad asimiladora para toda tarea manual, muy pronto se convirtió en uno de los chacareros más expertos del lugar. No obstante ello, Drugova odiaba la tierra. Cuando su mujer le dio su primer hijo, reapareció en él con mayor intensidad que nunca, su anhelo de vivir en la ciudad. Expresó a su esposa y a su suegra ese deseo, varias veces, y en cada ocasión halló en la anciana una hostilidad agresiva. Su mujer no se oponía precisamente, pero tampoco compartía los deseos de su marido. Su actitud era de prescindencia, más por temor a las iras de su madre que por conservar el bienestar de que pudiese disfrutar donde se hallaba. Drugova dejóse estar nuevamente. No quería ser el causante del sufrimiento de su suegra, cuya penosa ancianidad, por una parte, y cuyo carácter quejumbroso, por otra, imponíanle un cómodo respeto. No creía que el dolor que el traslado de la hija a Buenos Aires pudiese proporcionar a la madre llegara a tener la importancia de un factor decisivo sino en la vitalidad de esta última, según madre e hija afirmaban, en sospechosa coincidencia. Sin embargo -pensó algunas veces-, ya que ambas lo aseguran, conviene no ser demasiado suspicaz, y admitirlo. De esta suerte, Drugova se persuadía a sí mismo, y callaba. Por lo demás, la anciana mujer sabía argumentar con habilidad cuando se trataba de desbaratar los planes de su yerno:
-Aquí tienes tu pan y tu techo -solía decir-. Pan ganado con nobleza y techo honrado. No tienes razón alguna para rechazar ese destino, que has aceptado al embarcar. ¿Qué irías a hacer a la ciudad? ¿A ocuparte de tu oficio? Hay en toda la ciudad millares de hombres más hábiles que tú, en tu propio oficio.
-Es preciso pensar en el niño -atrevíase a argüir él-. Habrá que darle una educación cuidadosa. No quiero que sea un obrero como yo, ignorante como yo.
-Edúcalo en la honradez y en el bien, que son las dos únicas cosas que importan. Que aprenda a arar y a sembrar la tierra y será honrado y bueno. ¿Piensas, acaso, que sea sacerdote? Sería pecado de vanidad pretenderlo; pecado tan grande como si aspiraras a hacer de él un sabio. Aspirar a grandes honores es un orgullo impropio de pobres. Mi cariño de abuela es tan grande como el tuyo de padre, pero el mío es también sensato y humilde. No necesita de grandezas que lo nutran. En esto parece diferenciarse del tuyo. Nada exijo de mi nieto para quererlo.
Las pláticas concluían, invariablemente, gracias al discreto silencio que observaba Bernardo, quien, en no pocas oportunidades, tuvo el propósito de imponer su voluntad violentamente, en una explosión de energía, pero siempre lograba dominarse.
Hacia ya mucho tiempo, quizás un año, que Drugova no hablaba de su deseo de trasladarse a Buenos Aires. Para su mujer y su suegra resultaba evidente que había abandonado esa idea, suposición que les era dos veces grata: por el renunciamiento en sí que ello implicaba y por el triunfo que involucraba para ellas.
Bernardo trabajaba con una voluntad que permitía creer que mediaba en su actitud una completa adaptación al ambiente. La cosecha presentábase, además, tan grávida de riqueza, que completaba el bienestar reinante en la chacra de Drugova, en cuyo campo tres enormes parvas, dos de trigo y una de avena, se alzaban como cerros de oro. El pequeño, entre tanto, había crecido fuerte y bello. En sus grandes ojos el color habíase fijado definitivamente, y sea ello exacto o no, lo cierto es que parecía mirar el campo con atávica indiferencia, tal como si su progenitor le hubiese trasmitido su extraviado odio a la tierra.
En Rosh Piná, algunos vecinos había ya cerrado trato para la venta de su cosecha. Drugova no lo había hecho aún. Su mujer, en varias ocasiones, le sugirió la conveniencia de apurar la trilla, temerosa de que los precios sufrieran, de pronto, según solía acontecer, una fuerte baja.
-No digo que te apresures a venderla, pero sí creo que deberías tener la cosecha lista. Puede presentársete una oferta realmente ventajosa, a condición de la entrega inmediata, y te verías obligado a rechazarla, perjudicándote.
A tales observaciones, de ejemplar sensatez, Bernardo, hombre de pocas palabras, daba la callada por respuesta, comunicando así la sensación de haber acatado el consejo que de ellas se desprendía.
Una madrugada, muy lejana el alba todavía, Drugova despertó. Miró a su alrededor, seguramente en busca de alguna filtración de luz que le permitiese adivinar la hora, y como encontrará todo oscuro en torno suyo, decidió levantarse. Previamente, observó a su mujer, que dormía su natural sueño pesado, extendidos los musculosos y morenos brazos, desecha la cabellera tupida y abundante. Dos minutos más tarde observaba pensativo, desde la puerta de su pequeño galpón de biznagas, el cielo, de un azul tenue y lechoso, anunciador de buen tiempo. Una luna llena pura, tímida y transparente, lo decoraba todo. Lentamente se encaminó hacia el campo. Los perros de la chacra vieron a su amo, que se empeñó inútilmente en no dejarse acompañar, y le siguieron. Drugova llegó hasta la primera parva de trigo, magnífica, inamovible, como una casa de fuertes y profundos cimientos; pasó su mano áspera por algunas gavillas, como si quisiera acariciarlas, y sintió la suave y placentera humedad del rocío. Luego, casi sin que mediara un solo pensamiento, extrajo de uno de los bolsillos del pantalón una caja de fósforos, encendió uno y lo introdujo todo lo que pudo dentro de la parva, que pareció estremecerse ante el peligro de la insignificante llamita. Cuando el hombre comprobó que su propósito no se frustraría, dirigió sus pasos hacia la otra, distante apenas unos cincuenta metros de la anterior, y repitió la operación. Concluida ésta advirtió que de la primera parva desprendíase un humo negruzco y denso, que se dilataba en el espacio, para desaparecer totalmente a los pocos metros.
Bernardo emprendió el regreso con la mayor premura. Sigilosamente se quitó la ropa y volvió a acostarse. Habría transcurrido media hora cuando oyó "torear" a los perros, e inmediatamente unos golpecitos en uno de los postigos de la ventana. Era Rogelio, un peón criollo de la chacra colindante, que divisó el fuego y se vino de un galope a dar el aviso.
-¡Don Bernardo, se le queman las parvas! ¡Le han prendido fuego a las parvas!
La esposa de Drugova se incorporó sobresaltada.
-Bernardo, te avisan que se han incendiado nuestra parvas.
-Ya he oído- respondió en un tono seco, de violencia contenida, y comenzó a vestirse, en tanto que su mujer ya había saltado de la cama, no sin agradecer antes a Rogelio.
Al salir al patio todo estaba perdido. Ambas parvas habíanse convertido en dos llamas, sin atractivo siquiera, pues el espectáculo del alba, que ya se iniciaba, restó toda importancia decorativa al fuego. La mujer observaba la voracidad de las llamas en tanto que sus ojos se anegaban en llanto. Así que apareció Bernardo, su esposa dijo, en forma apenas perceptible:
-¡Hasta que llegues allí con agua, ya no quedará ni un grano!
Por el lado de la tranquera, a la izquierda, se recortó la figura escuálida del buen peón.
-Parece que hace rato que arde. Yo lo vi recién. Monté en pelo y me vine de un galope.
Y después de un silencio agregó:
-¿Cómo habrá sido, digo yo?
En su media lengua, Drugova logró expresar que eso no podía ser obra de la casualidad sino de una intención. Rogelio comentó:
-¿Habrá cristianos tan atravesaos?
Un mes después, con lo que rindió la avena -fue la única parva que se "salvó" del siniestro-, Drugova, su esposa, la suegra y el hijito se trasladaban a Buenos Aires.